martes, 10 de agosto de 2010

¡No me dé más datos que me impresiona!

Las sociedades modernas lidian con un auténtico exceso de información. Gran parte de esa vorágine de datos innecesarios se trasladan hasta lo más elemental de la vida cotidiana e inclusive, a situaciones íntimas que deberían ser cubiertas por un manto de piedad... para el informado.
Es así como frecuentemente, en casa, en el lugar de trabajo, en las reuniones familiares, entre amigos y hasta en una salida con la persona amada -o por amar- puede encontrarse uno con un desafortunado plus de información relacionado con alguna convocatoria del cuerpo de orden principalmente fisiológico.
¿Existe acaso alguna pauta de convivencia que indique a una persona que tiene el deber de informar cuál es el menester que va a afrontar en el excusado? Porque es bastante habitual que algunas personas incurran en ese innecesario exceso al informar: "voy a hacer pis", por ejemplo. ¿Por qué debe enterarse uno de eso?
Expresiones tales como "ahora soy otro muchacho", procedentes de algún amigo, pariente o compañero de trabajo al regresar del baño y casi siempre ilustrada por las manos frotando la barriga, terminan por transformarse en un alivio para unos pero también en una innecesaria confrontación con la realidad para otros.
Ya se tratara de la utilización de lenguaje escatológico o de eufemismos, el exceso de datos relacionado con la actividad privada de las personas dentro del cuarto de baño, resulta injustificable. No importa que se diga "mear" u "orinar". No importa que se vaticine "un parto", o se intente resguardar al interlocutor de "unos cólicos" o argüir un problemita de "tránsito lento".
Esta información -a todas luces sobrante- alcanza su punto crítico en el encuentro con el ser amado o pretendido en el marco de un agradable restaurant. Si él o ella se levanta de la silla mientras el mozo se acerca con el vino y las copas en la bandeja y se despide de uno anunciando "andá pidiendo que yo ya vengo, me estoy haciendo desde que salimos", el encanto mismo de la noche amenaza por irse también por el inodoro.
A propósito del anuncio "voy al baño", que parece a priori prudente, cabe un comentario. Un amigo me hizo notar que también es innecesario, dado que la expresión "voy al baño", a menos que sea acompañada con "a lavarme las manos", hace que se infiera rápidamente el o los motivos que condujeron al otro a ese sitio.
Mucho más efectiva y tendiente a preservar el misterio -especialmente en las relaciones de pareja- es la sencilla frase "ya vengo", sin necesidad de aportar más datos al asunto.
¿Acaso no dan ganas de decirle al otro cuando nos anuncia sus turbias intenciones: ¡no me dé más datos que me impresiona!?
Creo que todavía hay mucho por decir sobre esta problemática. Pero ahora debo dejar de escribir porque poderosas razones me obligan a concurrir a un impostergable encuentro con la política. Voy a sentarme a gobernar.

jueves, 5 de agosto de 2010

El Gran Hermano y el cerdo Napoleón

Muchas personas, especialmente jóvenes, desconocen que la figura del "Big Brother" o "Gran Hermano" no fue creada por los visionarios directores de contenido de la programación de los actuales canales de televisión.
El Gran Hermano es una creación del periodista y escritor británico George Orwell, quien demostró que podía hacer ambas cosas con maestría.
La figura del Gran Hermano se ha desdibujado bastante con los modernos reality shows, perdiendo su significado político y quedando presente tan sólo su aspecto de observador omnipresente. El auténtico Gran Hermano intentaba ser algo así como si un Hitler o un Stalin hubieran conseguido los medios técnicos y tecnológicos necesarios para controlarnos dentro de casa.
Hace unos días terminé de leer "1984", obra en la cual Orwell creó la figura del Gran Hermano. Me resultó inevitable recordar entonces la otra gran obra del mismo autor que leyera en mi adolescencia: "Rebelión en la granja". Comprendí entonces que George Orwell es quizás el mejor teórico del totalitarismo que haya existido. Ningún académico, filósofo o estudioso del tema ha sido -a mi juicio- más contundente y claro que él al momento de caracterizar cómo se gestan los procesos políticos que desembocan en el totalitarismo y -lo que resulta más inquietante aún- como podrían alcanzar un alto grado de perfeccionamiento.
El totalitarismo es la pretensión de dominio de todas las esferas de la vida humana por parte de la política o, mejor dicho, por parte de aquellos que dominan la política ejerciendo el poder ilimitadamente. Para el liderazgo totalitario, el peor enemigo es la libertad y la peor de las libertades, es la de pensar. 
Orwell demostró en "Rebelión en la granja" cómo muchos procesos revolucionarios terminan por convertirse en aquello que originalmente combatían. El séptimo mandamiento revolucionario que rezaba "todos los animales son iguales", acaba por convertirse mediante el ejercicio despótico del poder que hace el cerdo Napoleón, en "todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros". En realidad, los siete mandamientos son desvirtuados por la dictadura del cerdo Napoleón y la casta de animales gobernante, quienes acaban por comportarse como los humanos a los que habían expulsado de la granja. Algo así como los hermanos Castro en Cuba
En "1984", el panorama imaginado por el escritor es opresivo. No hay salida, no existe forma de sustraerse a la vigilancia del Gran Hermano y del dominio del Partido. El totalitarismo alcanza su cenit al llegar a controlar la vida privada de los seres humanos e incluso esboza el control de lo más íntimo, el pensamiento. "Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado", reza una esclarecedora reflexión del libro. Quienes, como los argentinos, hemos padecido el ejercicio despótico del poder, sabemos que quienes han controlado el presente intentaron controlar el pasado. Los "vaporizados" de la novela, se parecen escalofriantemente a nuestras desaparecidos.
Aquellos que no se hayan paseado por las páginas de Orwell, deberían hacer por ellas una excursión para saber al menos de qué se trata. Explorar la granja revolucionaria y el totalitario Estado de Oceanía constituye un ejercicio mental que ayuda a poner de relieve el valor de la libertad, especialmente en tiempos un poco pacatos, en los cuales tanto le gusta a muchos opinar -para condenar- sobre los errores, desgracias, aciertos, virtudes y orientación política, ideológica, cultural  y sexual de los demás, sin reparar demasiado en la propia vida.
Al mismo tiempo, la lectura de las obras de Orwell es apasionante porque es  divertida. Su ausencia de los colegios y las universidades es lamentable. Como si aprender debiera ser más que un esfuerzo, un padecimiento. Este escritor demuestra que ser claro y divertido en el tratamiento de temas complejos es perfectamente posible.
Qué interesante sería que el Gran Hermano y el cerdo Napoleón fueran bien conocidos por todos sin distinción, para valorar de otra manera la libertad y estar atentos a quienes intentan postergarla en beneficio de una poco segura "seguridad". Para no dejarse engañar por los mercachifles de todos los sectores que intentan vendernos espejos de colores para acumular poder.
Ojalá tanto los periodistas como los medios de comunicación actuales de todas partes del planeta, estuvieran menos ocupados en comerciar crueldad y bajeza y recordaran esta brillante reflexión de ese británico excepcional: "Si la libertad significa algo, será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír".